Con frecuencia, los medios de comunicación se refieren a los nacidos desde los finales de los 80 hasta ahora como nativos digitales. Gente que ha nacido, en vez de con un pan, con un teclado debajo del brazo.
En un mundo tan cambiante como el actual, con una sobredosis de información imposible de asimilar, muchas personas de generaciones anteriores se ven totalmente desbordadas. Y llegan a un punto de no retorno en que no saben que hacer. ¿A quien acuden para pedir ayuda? Pues a nosotros, jóvenes lectores de Govoid. ¿Y cómo puede ser que sea el joven el que enseñe al mayor?
Es evidente que el paso a esta sociedad absolutamente digitalizada, donde las grandes decisiones y procesos se resuelven apretando un botón, ha pillado a mucha gente con el pie cambiado. Todos habremos oído hablar de un importante político o empresario que reconoce “no saber ni mandar un correo elctrónico”.
El primer paso que han dado las grandes compañías para acercarse a este público y entorno dinámicos son la figura de los Community Manager. Más o menos, un intermediario necesario a través de la web 2.0 y las redes sociales entre la empresa y el usuario final.
Pero la creación de ese nuevo empleado puede servir a una empresa, pero no a una persona. Un ex CEO que vuelva a una junta de su compañía no entenderá que todos sus compañeros usen smartphones y tabletas para mostar datos, enviar información o simplemente comunicarse con agentes externos.
Es por ello que, a marchas forzadas, vemos como prácticamente cualquiera que ostente un puesto de responsabilidad mayor que repartidor de pizzas, si quiere mantenerse al día, deba actualizarse, literalmente. El problema es que, en muchas ocasiones, no han sido preparados para ello.
Nos desayunamos con noticias que muestran esta forzosa adaptación al mundo digital. Una de las más graves fue la compra a cada miembro de Parlamento Europeo de un Ipad, no precisamente una baratija, pese a que muchos de ellos confesaron que “no sabían usarlo ni aspiraban a hacerlo”.
Es entonces cuando, como hemos dicho al principio del artículo, entramos nosotros. Sí, en su empresa podrán darle un curso de Word o de uso de pizarra digital, pero el que finalmente va a explicar a un familiar cómo usar esa herramienta digital eres tú.
Y claro, todo tiene un límite. Aquellos con menos de 25 años no están ni muchímo menos capacitados para tomar decisiones o resolver procesos que tengan algún tipo de trascendencia. No es esa nuestra tarea, sino formarnos para poder tener esa responsabilidad nosotros en el futuro.
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Evidentemente, no podemos generalizar: hay un porcentaje importante de gente con “taitantos” que se desenvuelve en este mundo a las mil maravillas y jóvenes cuyo conocimiento informático o digital tienda a cero. Pero nuestra experiencia y vida normal así nos los indican.
También es verdad que no es indispensable dominar las nuevas tecnologías, de igual manera que otros parámetros como los idiomas o la inteligencia emocional. Basta con observar el paupérrimo nivel de inglés de Emilio Botín, boss del Banco Santander, para ver que hay cosas más importantes a la hora de triunfar.
Sin embargo, de aquí en adelante estos elementos van a ser más y más importantes en el futuro. Un curriculum en que no se aporte ningún dato que muestre nuestro conocimiento en el mundo digital quedará tan cojo como uno sin carnet de conducir o sin acreditar un óptimo nivel de inglés.
¿Adonde queremos llegar con todo esto? Pues que suge un interesante debate entre dos posturas: si esto es normal por la consabida premisa de que “toda generación supera a la anterior” o de que algo no funciona en el mundo si los hijos enseñan a los padres.
La respuesta no es sencilla, aunque hay algunos datos bastante significativo. Expertos economistas desaconsejan invertir en business como Twitter o Facebook por temor a una explosión de la burbuja digital, similar a la de las puntocom en el año 2000.
Y a medida que pasa el tiempo, el globo sigue hinchándo aún más. Aquellos menores de edad ya no recuerdan una vida sin Internet, de igual manera que los europeos más jóvenes no se acuerdan de la moneda que había antes de los euros.
La conclusión es que algo anormal no es sostenible, salvo que se pongan los medios para convertirlo en algo rutinario. No tiene la misma relevancia que el padre le pregunte el hijo por los nuevos grupos de rock que aparecen que a como programar el Ipad 2 para dar una vital conferencia con él.